Allá por mayo 2017 escribía…
Cuando me toca presentarme, me quedo unos segundos dudando. Nunca sé cómo definirme, porque básicamente soy una vanguardista autodidacta. Pero cuando contestás eso, la gente te queda mirando con una sonrisa extraña que me da miedo ver. Así que contesto otras cosas. Hoy por ejemplo, me da por contestar que soy madre. Específicamente de 3 varones, el mayor cumplirá 15 este mes.
Ayer en la cena, conversábamos de cualquier cosa y como al pasar, deslicé la pregunta:
— ¿Saben cuál es el alimento más cancerígeno del mundo?
— ¡El azúcar blanco!, respondieron los dos menores al unísono, como repitiendo una tediosa lección aprendida de memoria (como cuando alguien dice: ¿7 por 8? Y el coro responde al borde del hartazgo: ¡56!).
Ah, me quedé pensando, evidentemente ya se los había dicho antes… varias, varias veces.
Aun ayer, después de haber profundizado durante meses con gran optimismo en el valor del empoderamiento de las cualidades femeninas que derivó en la escritura de este libro, evidentemente volví al surco viejo del horror por las condiciones actuales de nuestro mundo.
Eso me pasa por escuchar entrevistas sobre la industria alimentaria y la infancia. Y me dan ganas de contarles que en la provincia de Quebec están prohibidas las publicidades para todo formato (físico y digital) de alimentos, dirigidas a niños menores de 13 años, desde 1980. Por tanto Quebec tiene un índice de obesidad infantil notoriamente menor al del resto de Canadá y Estados Unidos. Eso quería contarles. Pero sintonicé un bien mayor y logré tragarme mis palabras junto a la pizza de lentejas con cobertura de verduras.
— Mamá, vos le decís pizza a cada cosa…
— Sí, lo sé.
— Pero esta rico, ¿eh?
Ah qué alivio, me digo a mí misma, no siempre me ligo ese piropo cuando intento hacer comidas sanas y atractivas a la vez. Así que para no arruinar las cosas, busco cambiar de tema.
— ¿Qué tal estuvo el almuerzo que les mandé hoy?
Ay, María, María, ¿no veías que es el mismo tema, el tema de la comida? Bueno, pero al menos no era sobre el envenenamiento de la infancia con azúcar y Mc Combos. A ver cómo sale… Y funcionó, porque terminamos hablando de una amiga que cumplió 15 años y fueron a la plaza a tirarle huevos y polenta a la salida de la escuela.
— Mamá, yo no le tiré. No sé, no me gusta. Le querían hacer una emboscada. Yo traté de ayudarla. Fue divertido igual, todos la pasamos bien.
— Y cuando quisiste ayudarla, ¿te tiraron a vos también?
— Un poco, ya me limpié. Sabés que me pasa algo raro, últimamente mis compañeros me dicen que soy un ejemplo a imitar, no sé por qué.
Lo miro y me siento 100% feliz. No solo porque soy su madre y porque es, junto con sus hermanos, la persona que más incondicionalmente amo sobre esta Tierra, sino también por su modo tan varonil y a la vez libre de expresar cualidades femeninas tan indispensables para el mundo que le va a tocar transitar de adulto, un mundo muy diferente al que ahora conocemos. Habiendo pasado por experiencias escolares de gran maltrato, ahí está, hecho un pequeño hombre. Un joven que halló el poder del perdón desde la máxima simpleza, encontrando al fin su lugar de pertenencia entre sus pares y recibiendo reconocimiento, siendo fiel a su naturaleza interna, permaneciendo vulnerable y conectado.
Y se abre mi caja de memorias de crianza.
Recuerdo cuando era pequeñito. Entre los 2 y 5 años de edad deliraba por el color socialmente asignado a las nenas. Una vez, en una librería, pidió una regla rosada y se la compré. La vendedora, sorprendida, me felicitó.
— No sabés la cantidad de nenes que piden cosas rosadas y las madres los retan súper mal. Se ponen locas.
También me viene a la memoria otra ocasión, cuando nuestro segundo hijito cumplió tres años. Una amiga muy querida le preguntó qué quería de regalo:
— ¡Un auto rosa!, contestó encantado.
— ¿¿Rosa??, preguntó desconcertada, no tanto porque tuviera un estereotipo con el color, sino porque no era una misión sencilla.
Finalmente, después de una semana de búsqueda, halló un auto de gran dimensión, para llevar muñecas del tipo Barbie y se lo trajo en un gran envoltorio de lo más satisfecha:
— ¡¿¿¿De qué color era el auto que querías???!, preguntó haciendo especial énfasis en la acentuación de la palabra color.
— Azul, contestó él como quien no quiere la cosa.
Ella empalideció pero por suerte el pequeño ya estaba abriendo el envoltorio y se deleitó con su regalo. La pura verdad, el color no le importaba para nada, ni a favor, ni en contra. Era solo un color más.
Así como con los colores, ¡con tantas otras cuestiones! Desde lo más anecdótico como buscar buenas opciones para no excluir de las invitaciones a los chicos «difíciles», hasta lo más profundo como hacerles siempre el regalo de la verdad. Fueron muchas las decisiones de crianza en las que buscamos con su papá ser coherentes, transmitirles nuestros valores familiares y a la vez respetarlos en su particularidad, en los valores personales que cada uno de ellos encarna, más allá del deber ser que impone la sociedad.
Nos equivocamos mil y una veces. Claro que sí. Pero una parte tan importante de la tarea está hecha y puedo decir que me siento sumamente satisfecha. El balance es realmente positivo. Los miro cenando, por momentos riéndose juntos, por momentos buscando cómo provocar al hermano y, más allá de las olas temporarias del humor, veo que son tres muchachitos con integridad humana: las cualidades de lo masculino y lo femenino no pujan en su interior por subyugarse mutuamente, simplemente están integradas a su «caja de herramientas internas» y se manifiestan cuando son necesarias. Son creativos, son puros, son receptivos y, por sobre todo, son varones abiertos a experimentar y a expresar el amor. Son Yin. Pero también son luminosos, buscadores activos, inquisitivos, tenaces. Son Yang. Mis hijos son íntegros y siento el alivio de la confianza: realmente están preparados para el nuevo mundo.
Por mis hijos. Por los hijos y las hijas de la nueva tierra. Por sus madres y padres. Por todos ellos, escribí este libro. Que Gaia nos haga llegar su bendición femenina y se salve a sí misma. Que así sea.
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