
Llegó con un pequeño jazmín apretado fuerte en la mano y cuando la florecilla se desvaneció se puso a llorar.
—Estás molesta. No querías quedarte sin la flor. ¿Qué vas a hacer ahora?
Entonces se detuvo un precioso instante y con ella frenó durante esos segundos el mundo entero. Estaba buscando su propia solución a su propio problema.
—Voy a tener que comprar más flores, me dijo.
—¡Me encanta tu idea! ¿Hacemos una florería?
Y así, con una caja grande, dos crayones, una guirnalda de banderines, un tarro y un ramillete verde y naranja generosamente donado por la bignonia del jardín se armó el primer quiosco de flores en el fondo de la casa naranja.
Jugamos a decorar y a inventarle un nombre al negocio. A pagar con tres hojitas verdes tres flores naranjas. A estar de un lado y del otro del mostrador. A abrir y cerrar la puerta.
Jugamos a perseguirnos y a atraparnos para darnos y sacarnos flores.
Jugamos a inventar y a soñar. Y en ese sueño, tres pequeños pimpollitos humanos se asomaron al borde de sí mismos y todo fue verdad, bondad y belleza.
Ahí, en el medio del juego florido, quedo hecha brisa invisible. Simplemente me siento y sonrío.
Doy gracias al cosmos por mi trabajo. Sólo soy abono. Invisible y vital.
Qué feliz estoy.