Hui. Diciembre del 96

Diciembre es el mes de las peleas.

Que en la casa de quién pasaremos la Navidad y en la casa de quién el año nuevo. 

Que es una locura tirar fuegos artificiales.

Que nos devora la fiesta del consumo.

Que no pienso sonreír cuando no quiero.

En un año desquiciado como este, agregale todo lo otro referido a la pandemia: covidianos versus conspiracionistas darán letra a batallas épicas… 

Sé muy bien que mis ejemplos son tímidos. Sé que hay gente de escorpio que podría lanzar ejemplos de discusiones mucho más oscuras, punzantes y venenosas. Pero bueno, que alcance con lo que una canceriana puede lograr. De última, mi timidez no es nada comparada con la de Hui: ojos asiáticos, ropa de otro universo temporal, pelo discreto en el clásico corte chino.

Entró al aula y se sentó cerca nuestro; de Marina y mío. En cuanto el profesor dijo que habría que trabajar en grupos de a tres todo el mundo orbitó de inmediato formando tríadas con gente que pareciera familiar y pudieran sentir que estaban entre conocidos. Yo con vos, le dije a Marina. Vos conmigo, me respondió.

Hui permanecía sola, como el sol central de la galaxia. No nos quedó más opción que integrarla, interponiendo una clara carga de prejuicios como primera y quizás única primera forma posible de contacto.

«Qué lento habla… Qué raro habla», pensaba y me exasperaba.

Pero no porque tuviera en absoluto un acento diferente al mío. 

Era tan argentina como yo.

A la vez, tan china como se puede ser.

Sé que no nos llevó mucho concluir que había que tenerle paciencia para todo. 

Durante meses esperábamos cortésmente a que terminara de hablar y luego poníamos nuestras respuestas en los trabajos prácticos, porque ella decía cosas inconexas. No solo era lenta y rara, sino que nos daba toda la impresión de que era algo tonta. 

Sí, fuimos veloces para juzgar. Instantáneas para fijar el prejuicio. En cambio, no sé exactamente cuánto demoramos en comprender que no era ella precisamente la del problema…

Teníamos diecinueve años y ya en ese entonces tanto Marina como yo estábamos encaminadas hacia un paradigma de respeto universal y valoración de la diversidad cultural. Creo que justamente esta ideología humanista nos impedía asumir que invisibilizábamos a nuestra compañera por ser diferente. Incluso, por pensar de una manera tan original que nos resultaba… ¿estúpida? 

No fue una aventura fácil. Tuvimos que descubrir nuestros límites y abolir las fronteras de una forma de racismo tremendamente peligrosa porque es pandémica: la discriminación encubierta bajo una azucarada capa de ideología progresista. De la boca para afuera, éramos iguales. Pero en la piel, en la emoción, en el enredo de conexiones en nuestro cerebro ella no pertenecía a los nuestros. ¡Y cómo duele darse cuenta!

No lo hubiéramos logrado si no hubiera sido por ella… Hui, paciente y amable, nos fue mostrando el camino y nos guio paso a paso.

Una tarde temprana de diciembre, en la que ya se sentía cerca el calor del verano, Marina y yo esperábamos ansiosas a que llegara. Sabíamos que con ella llegaría la calidez, la suavidad, el alivio que aportaba su presencia. Llegarían las ideas brillantes que completarían nuestra entrega final y nos haría acreedoras de un último diez a la secuela de notas máximas que alcanzamos ese año junto a ella. Hacía tanto calor que la transpiración nos corría por el cuerpo y decidimos ir al living donde estaban los ventiladores de techo y las persianas bajas. Una ligera brisa artificial movía las cortinas de voile caramelo, el arbolito de navidad en un rincón apenas parpadeaba bostezando la siesta y dando a todo el recinto una sensación de hueco de árbol, algo húmedo y bochornoso, a la vez íntimo y privado. 

Hui se demoraba en llegar, como si hubiera elegido darnos algo más de tiempo. Después de todo el que ya nos había regalado. Con infinita paciencia nos había esperado, y esperado y esperado… Ahora, que nos tocaba a nosotras esperarla, el espacio también se sentía suavemente acompañado por ella.

No sé si empezó Marina, o si empecé yo. Pero seguro que arrancamos preguntándonos si estaría bien, qué raro que no llegó todavía, sí qué raro, qué divina es, sí qué divina… De pronto alguna de las dos dijo:

—El día que la conocimos yo no quería que estuviera en nuestro grupo…

—Yo tampoco…

Silencio…

—¿Viste que vuelve a China?

—¿A Taiwan?

—Sí, sí, a Taiwan quiero decir. Va a trabajar en una radio allá…

Oh… qué pena tan grande nace de pronto en el hueco del living hecho confesionario. Pena de sentir que recién la estoy encontrando y ya la voy perdiendo. Pena de no haberme dado cuenta antes, de haberme dedicado meses y meses a desoírla, a «tenerle paciencia», a tratarla «con respeto cultural». 

Silencio de nuevo. Marina y yo aún estamos ensimismadas cuando por fin llega Hui y toca el timbre alegremente. 

Cómo suenan las campanas

con tan dulce claridad

como anunciando las glorias

de la hermosa Navidad.

Una especie de Jingle Bell despabila al arbolito, una brisa natural atraviesa la ventana y nos refresca la piel. Hui saluda derrochando sonrisas. La quiero abrazar con ganas. Le quiero decir que estoy reconciliada con la vida. Y que este diciembre no termine.

A lo lejos, venidas de otro universo, se escuchan voces vacías de sentido. En un departamento vecino una mujer discute por teléfono. Insiste que el pan dulce de frutas abrillantadas es un asco y que además ni sueñen con que ella lleve la sidra sin alcohol.

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