De todo lo que he aprendido de juego libre, la sencilla consigna que más me costó dominar fue la de no resolver por niñas y niños los desafíos a los que se enfrentan al jugar. Especialmente cuando se trata del tironeo de un objeto.
Al principio, me agarraba las manos en la espalda –y a veces todavía necesito hacerlo– para frenar el impulso por imponer mi criterio y arrebatar a los protagonistas, sin notarlo, la posibilidad de que aprendan a arribar a sus propias soluciones. Poco a poco, la sorprendente evidencia de que, en realidad, los chicos no solo son capaces de atravesar exitosamente estas situaciones, sino que lo hacen de forma mucho más fluida y magistral cuando los adultos no intervenimos me fue dando la confianza necesaria para relajarme y permitir que se encontraran de frente con la vivencia y aprendieran a regularla.
Mi trabajo como guardiana del juego libre no es socializar por niñas y niños sino sostener la confiabilidad del espacio para que ellos puedan hacerlo con autonomía. En todo caso, mi tarea no es la del socorrista sino la de un relator deportivo. Buena parte del tiempo me dedico a narrar, de forma coherente e imparcial a la vez, los esfuerzos de cada peque por saciar su deseo lúdico. A veces incluso no es necesario narrar. Solo debo confiar y permanecer presente para que las cosas se resuelvan por sí mismas.
Lo que está en juego no es quién se queda con el objeto y quién lo pierde sino lo que sucede entre pares. Cuando nos focalizamos en el objeto en disputa e imponemos una solución arrebatamos una y otra vez la oportunidad de que suceda el aprendizaje del valor de la amistad, el equilibrio entre el dar y el tomar. Por el contrario, si priorizamos la relación entre ambos, en vez de acentuar el foco en el objeto, podremos ir siempre más allá, deseosos por descubrir los hallazgos específicos que cada una de estas escenas tiene para brindar. Pero el adulto desprevenido tiende a ver una relación víctima-victimario, una injusticia o, como mínimo, una torpeza bestial en estos primeros ensayos de la infancia por conjugar en presente simple el verbo compartir.
Como guardiana del juego libre me entreno a diario para suspender aquella mirada que pretende ver y juzgar a través de los filtros de mi historia personal y me entrego a acompañar con calidez cada situación sabiendo profundamente que el asunto tendrá una resolución lúdica. Practico para rendirme ante la inmensa capacidad de juego y aprendizaje autodirigido de los maestros del juego.
Cada vez que lo logro, mi propio juego se fortalece. Sucede entonces que en mi campo interno los zorruelos también se revuelcan saltando unos sobre otros, se dan tirones de las orejas y empujones para decidir quién jugará primero a esconderse en aquel tronco hueco o con ese palo oloroso. Son ellos quienes me fueron enseñando a confiar. Y saber confiar es, sin duda alguna, saber facilitar el juego.
©Un Zorrito Salvaje, las leyes universales del juego libre. María Raiti
©Foto: Roeselien Raimond