Todo empezó cuando compré esas milanesas de carne… (los adultos también necesitamos límites)

Soy vegetariana desde que tengo 14 años y confieso que de joven me sentí superior por ello, como si fuera “más evolucionada”. Sin embargo, hace algunos años comí carne, como parte de un camino de autoconocimiento y liberación de viejas estructuras paralizantes. Entonces, disfruté saboreando un rico bife o un trozo de asado argentino, cosa que jamás pensé que me sucedería. Luego volví con alegría y total naturalidad al vegetarianismo con la humildad de saber que en verdad me encanta comer carne y no soy distinta de nadie más. Ahora elijo ser vegetariana no ya por dogma, sino porque me hace bien sentir los límites que dan cauce a mi vitalidad. Comer carne para mí es un borde, un límite.

Ahora bien, tengo tres hijos adolescentes. Dos de ellos comen carne y, hasta hace poco, les alcanzaba con lo que comían fuera de casa. Pero ahora el menor está teniendo dificultad para disfrutar mis mejores sopas, mis sabrosos guisos de lentejas y mis famosas ensaladas con cereales. Va moviendo la comida de un lado al otro del plato tomando lo mínimo y empezó a perder algo de peso. Entre otras estrategias, decidimos ofrecerle carne en casa. Eso me tenía un poco “al borde”. Es que todo el ritual me resulta un verdadero estrés. Desde ir a la carnicería y sus olores a los que no estoy acostumbrada, hasta lavar los platos engrasados… Todos y cada uno de los pasos me cuestan y por tanto “consumen” una parte importante de mi “presupuesto energético”. Me acercan a mis límites.

Por eso, quise ahorrarme malos momentos y compré una cantidad de milanesas (bifes finos ya empanados, que no me exigen manipular la carne directamente) que me debían alcanzar para garantizar tres comidas en la semana. Segmenté las milanesas y las puse en el freezer para estar bien organizada.

Esa misma noche, mi hijo menor invitó un amigo y me dijo:

–Mamá, andá a descansar que yo nos cocino algo.

Me pareció bien su autonomía en la cocina así que los dejé solos un buen rato. Cuando volví, los dos chicos estaban de excelente humor, conversando animosamente, esuchando música a buen volumen y a punto de cenar: ¡todas las milanesas que había comprado! Además, en la cocina había una humareda tremenda y un impregnante olor a carne asada me impactó de lleno en la cara.

Entonces lo sentí. Una furia. Me subía de adentro, me devoraba, me dejaba vacía. Yo no estaba. Solo estaba la furia. Se me transformó la cara y el clima de “fiesta” de los chicos se cortó en seco. Si bien no grité, no humillé, no castigué, mi furia helada los congeló. Mi hijo me daba explicaciones que solo me enojaban más:

–Hice las milanesas, no había otra cosa– “que quisiera comer” debería haber agregado, pensé indignada.

Ví como el amigo se quedaba tieso también. Fue horrible. Me sentía a punto de estallar y preferí retirarme. Ya habría tiempo luego para conversar con más calma. Agarré las llaves del auto y salí. A la vuelta me dí cuenta que estaba manejando rápido y tuve que hacer un esfuerzo por bajar. Por volver a mí. Por llamarme de regreso, por habitar despacio todo ese territorio que la furia había arrasado y dejado vacío. Me llevó más de veinte minutos regresar a un estado de calma.

Dirás, ¿es para tanto? Seguramente, para la mayoría de las personas no «justifica» e incluso puede que me jugues por mi reacción. Pero para mí fue así. Y el cien por ciento de las personas tenemos “ese algo” que nos saca de quicio. A veces sabemos qué es, a veces nos toma por sopresa. Es algo que nos rapta por dentro y nos perdemos de nosotros mismos. Atraviesa nuestro límite.

Podemos llamarlo de muchas formas dependiendo de nuestra cultura y también de nuestra configuración interna. En Argentina decimos por ejemplo: me tilda, me desborda, me prende fuego, me raya, me quema el seso, me atropella, me envenena, me revienta, me saca… Claramente, es algo que “nos supera”.

Hoy a la mañana, planificando con Carolina Cáceres el taller gratuito sobre libertad y límites que brindaremos este sábado*, ella me facilitó juego libre y pude descubrir el hilo conductor de la situación.

No era la humareda, no era que se bajó en un día las provisiones de una semana, ni el costo económico, ni el esfuerzo de volver a la carnicería por más. Ni siquiera era que le guste comer carne. Sino que cuando pierdo el control sobre la alimentación de mis hijos contacto con una limitación mía que tiene su origen en mi propia infancia y cómo mi madre me negaba el alimento que ella comía. Me juré no repetirlo. Por eso, para mí, asegurar la mejor alimentación es una forma de garantizar protección, cuidado, amor por mis hijos. Además, muy en lo profundo, me enfurece que mi hijo adolescente “no esté bajo mi control”, porque significa que está un paso más cerca de ser un joven adulto, de tomar sus decisiones y eventualmente equivocarse, totalmente por fuera de mi capacidad de protegerlo y cuidarlo.

En cuanto me pude “sentir” realmente, las trazas de furia que aún rondaban en mí desaparecieron en el acto y mis ojos se llenaron de lágrimas. Había verdad en el descubrimiento. Y ahora tenía un mapa que me guiaba en los siguientes pasos. Supe exactamente qué es lo que tenía que hacer de ahí en adelante con esta situación. Lo supe desde adentro y por eso se sintió tan asertivo y simple a la vez. Pude ponerme un límite y mi desborde desapareció, mi energía se encausó y volvió a fluir. Mi día de hoy se vivió notablemente creativo. Experimenté una hermosa libertad. Fue un verdadero alivio.

Sí, damas y cabablleros, los adultos también nos desbordamos. Cuando esto nos sucede, perdemos la conexión con nosotros mismos y con el resto. Lo último que necesitamos en una situación así es que nos traten de exagerados, histéricos o locos, porque se agranda la brecha y se cierra aún más nuestro juego. Al igual que niñas y niños, los adultos también necesitamos límites que nos den el sostén imprescindible para sentirnos libres. Límites que nos den un respiro,que nos ayuden a detenernos, a volver a «sentirnos», a reconectar cuando nuestro presupuesto energético se agotó y nos perdemos de nosotros mismos. Para experimentar estos límites, es imprescindible que tengamos nuestro juego abierto.

No hay un manual de instrucciones con el paso a paso que tenemos que seguir. Ni con nosotros, ni con nuestras relaciones, ni con nuestros hijos. Nuestros bordes son siempre dinámicos, siempre responsivos a nuestra historia, a nuestros sueños, a nuestra identidad. Solo necesitamos sentirlos, saber que nos definen, nos protegen y nos garantizan la libertad. No es un dogma, sino que simplemente nos hace bien sentir los límites que dan cauce a nuestra vitalidad.

*En el contexto del lanzamiento de la nueva edición de Formación de Guardianas del Juego Libre estamos ofreciendo una serie de actividades gratuitas. Para que puedas conocer y saborear en primera persona de qué hablamos realmente cuando hablamos de juego libre. Esta semana podés unirte a dos actividades gratuitas:

Y como la vida es más hermosa si la compartimos, sentite libre de enviar estos links a quienes creas que les pueda interesar.


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