Al jugar, desde mi punto de vista se crea un territorio lúdico, al que yo llamo campo, que a pesar de ser invisible tiene una consistencia, una particularidad, una cualidad.
En el campo lúdico se abre un paisaje que puede ser distinguido por ciertos valores como la fluidez, la creatividad, la espontaneidad, la imaginación, la sutileza, la invención, la memoria, la perseverancia y la capacidad de sobreponerse a la frustración encontrando constantemente nuevas líneas de soluciones a los problemas y desafíos que se presentan al jugar.
¡Cuántas cosas hay en este campo! Cada una de ellas se presenta de manera preponderante en algunos momentos y en otros desciende y da lugar a otras.
Por ejemplo, imaginemos un juguete de madera que es una torta conformada por cuatro porciones con velcro que se pueden unir entre sí y a las que se le pueden colocar velitas de madera. Un niño está fluyendo jugando con este objeto. La fluidez es la sustancia básica del campo lúdico. El estado de flujo es la condición sine qua non.
Cuando no hay flujo hay bloqueo y por tanto no hay campo lúdico.
Algunas actividades parecen juego pero en realidad son un circuito repetitivo y esto inhibe que surjan todos los otros aspectos del juego: la invención, la creatividad, etc. En este caso, el campo lúdico se desvanece y desaparece de la conciencia. Algunos pequeños tienen dificultad para entrar al campo lúdico y se entregan a una actividad que pareciera un juego pero se torna repetitiva y no con un sentido lúdico sino más bien con un sentido de auto regulación. Podría ser para darse un descanso, para aplacar una sobre estimulación, etc.
En ocasiones el niño repite y repite una misma acción como avanzar y retroceder, o vaciarlo y tirar todo sin descanso, o acomodar todos los objetos en hilera. O también entra en ciertas estereotipias como dar vueltas sobre sí mismo, o aletear o golpear la cabeza contra una superficie sólida. Esto es una señal, es un indicador de que ya sea en la manipulación de los objetos o en la forma en que logra organizar la motricidad de su propio cuerpo hay algo que los está llevando a entrar en un círculo de repetición que apaga el campo lúdico. Se vuelve evidente la reiteración.
La pregunta es cómo volver a acercar el campo lúdico y qué objetos lúdicos ofrecer para que todos los elementos que mencioné del campo lúdico puedan favorecer el desarrollo del niño. El primer paso es detectar el círculo de repetición en el que no hay creatividad ni variación, es una señal de que el cerebro no está pudiendo tener suficiente diferenciación.
La diferenciación y la variación son dos requisitos indispensables para que el campo lúdico se despliegue.
Ciertos juguetes no son los ideales para este tipo de situación, ya que refuerzan estos círculos cerrados, como esos tableros con estructuras de alambres que enhebran cuentas de colores para que los niños los muevan de un lado al otro. Este tipo de juguete no favorece la imitación de acciones de la vida cotidiana, es un objeto cerrado en sí mismo, no está representando simbólicamente nada del contexto cotidiano ni de situaciones cercanas.
Volviendo al ejemplo de la torta de madera, una niña lo estaba usando y en vez de hacer un juego de imitación, estaba realizando un juego de invención, imaginativo. Probablemente había estado pensando en crayones y tomó una de las velas de madera y la utilizó para dibujar. Su mamá amorosamente le indicó que eso no era para dibujar, que era una velita de juguete. Esa situación dio pie a una interesante conversación:
—¡Ah, qué interesante! Tu mamá dice que eso que tenés en la mano es una velita. Vos lo estás usando como si fuera un crayón. Tu mamá tiene una idea y vos tenés una idea diferente. Y las dos opciones son válidas. Podés usarlo perfectamente para lo que quieras.
Este tipo de intervención favorece que se pueda manifestar aquello que tiene que manifestarse en el campo lúdico. Si en ese momento la niña está ingresando en un flujo de invención e imaginación, y por completo fuera de la repetición, es importante que nuestra mirada valide su juego y de ese modo sostenga el campo lúdico abierto para ella.
Los adultos tendemos a tener la variación y la creatividad mucho más acotadas que los niños y debemos prestar atención a no catalizar en una sola idea cerrada en sí misma —como esos tableros de alambre— aquello que en realidad los niños pueden usar para una infinidad de propósitos lúdicos.
Muchas veces intentamos que los chicos encajen en nuestros conceptos e ideas, basados en la racionalidad y el tener “los pies en la tierra” y en realidad los chicos están volando alto. Muchos de nosotros, los adultos, vivimos por fuera del campo lúdico. Por supuesto, siempre podemos volver a entrar en él.
Cuando aparece un círculo de repetición que gira sobre sí mismo y apaga el juego, podemos observar e intentar detectar qué variación podemos introducir para que haya cierta diferenciación, para que a partir de ella el cerebro pueda detectar un cambio y —como si fuera la punta de un ovillo— se pueda volver a desplegar desde ahí un campo lúdico sumamente rico y diverso para ese niño, especialmente cuando ese niño no lo tiene dado de manera espontánea y natural. Así se puede desplegar y abrir el campo lúdico.
Para que esto se logre es muy importante que tomemos aquello que el niño está haciendo como la “materia prima” a partir de la cual construir el campo lúdico para él.
Si está en la situación de balanceo, ¿qué podemos incorporar al balanceo en vez de querer que deje de balancearse y dirigir su atención hacia donde nos gustaría que el chico esté?
Ese niño, balanceándose, está ahí donde está por alguna buena razón. Su cerebro se está organizando de la mejor manera posible en ese momento. En vez de querer desviar la atención, en vez de querer sacar al cerebro de donde está, reconocemos que el chico está ahí por algo y que el cerebro está haciendo eso porque le resulta funcional y óptimo para la circunstancia en la que el niño está en ese momento dado.
Si podemos comprender esto —y hay abundante evidencia científica acerca del modo en que el cerebro funciona en todo momento de manera ideal y óptima con los recursos que tiene a disposición en cada momento dado— podemos ser capaces de ser nosotros quienes atribuyamos un sentido posible a esa actividad de repetición. Que integremos opciones que permiten marcar diferenciación. Por ejemplo, si un niño enfila autitos y los va tirando uno a uno del borde de una superficie sin mayor sentido que el de la repetición, podemos incorporar un sonido distinto a cada caida (quizás: “pam, pim, pum, pem, pom” —nótese que se puede variar también en el orden en el que usamos las vocales), que vaya variando el volumen del sonido que hacemos cada vez que cae un autito, que cambiemos la superficie en la que los autitos caen colocando un almohadón, una tabla de metal, una fuente con agua, una canasta llena de otros objetos, etc.
¡Son infinitas las variaciones que podemos incorporar! Y le hablamos acerca de la variación al niño. No existe una única manera de hacerlo.
El desafío es detectar ese sutil aspecto que pueda amplificar para el niño los caminos que lo lleven al campo lúdico.
Algunas de las cosas que hagamos despertarán su atención. Algunas no. Debemos ensayar con cada niño y en cada situación. Quizás levanta la mirada, quizás cambia el tono muscular, quizás se sonríe o se queja. Siempre que hay juego el cerebro está atento, despierto, la conciencia está activa. En el momento en el que detectás esa conexión, lo tomás como una oportunidad. Incluso si se enoja, le podemos decir:
—Veo que algo no te gusta.
Y tratás de detectar con auténtico interés qué fue exactamente de la situación lo que le molestó. ¿Fue la interrupción del ciclo de repetición? ¿Fue el ruido? ¿Será acaso que tiene sueño?
Debemos evitar por todos los medios los juguetes industriales que no dan lugar a la variación y por lo tanto aniquilan la imaginación, como por ejemplo esos juguetes a pilas que pretenden ser didácticos y que apretando un botón repiten círculos cerrados en sí mismos de palabras, sonidos y luces dejando al niño en la pasividad total.
El plástico es otro material muy pobre para el campo lúdico porque no aporta diferenciación. Es un material que huele parecido, tiene un peso muy similar en todos los objetos de un cierto tamaño, suena similar al caer, responde de una forma parecida al ser aplastado, lanzado, apilado. Busquemos en cambio los objetos de diversas texturas, materiales de origen noble, naturales, que no saturen el sistema sensoperceptivo. Otro tipo de juguete indispensable para la primera infancia son los mobiliarios psicomotrices y no suelen encontrarse en las jugueterías comerciales. Pueden ser estructuras sencillas que le permitan explorar los distintos equilibrios, el trepar y bajar, la coordinación de la lateralidad del gateo y de subir y bajar escalones, etc.
En una ocasión una madre de un pequeño con autismo me comentaba que su hijo no tenía buena motricidad fina y que ella le había comprado marcadores pero a él no le interesaban y los hacía volar por el aire. También me comentó que ese día él la había querido ayudar a cocinar y le había pedido romper los huevos para preparar el almuerzo, pero que para ella era muy complicado por el enchastre y el tiempo que le llevaba cocinar con él de ayudante. Entonces yo le propuse que —dado que de todas maneras ella pasaba las 24hs del día con el niño— en vez de pasar una hora pretendiendo sin éxito que usara los marcadores, que empezara a cocinar una hora antes y le permitiera al niño practicar romper los huevos. Esta actividad de partir huevos (así como muchísimas otras tareas cotidianas) es excelente para el desarrollo de la motricidad fina y, por sobre todo, ¡lo más importante de todo es que al niño le interesaba hacerlo! ¿Por qué desaprovechar esa oportunidad?
Allí donde va la atención del niño se abre el campo lúdico. Puede ser en la cocina o cuando salen a hacer las compras y el niño se detiene a observar las gotas de rocío suspendidas en los hilos de una tela de araña.
Son cosas en general muy sutiles y si nosotros somos capaces de entrar en esa sutileza podremos detectarlas cada vez más y favorecerlas para nuestro niño.
Así como el flujo es la condición sine qua non del campo lúdico, el humor es la prueba de que la experiencia lúdica está siendo un éxito.
Cuando hay gozo, cuando hay risa y alegría la conciencia está atenta y despierta y sabemos que lo que estamos haciendo está funcionando.
Cuando no hay aprendizaje, lo que estás haciendo no está funcionando, no importa cuántas teorías lo fundamenten. Deja de hacer lo que no funciona sin dudarlo.
El cerebro tiene voracidad por la información nueva, por la variación. Si por la razón que sea, no lo está logrando y sobre esa condición vos además le repetís y le repetís el mismo “estímulo”, el mismo tarjetón de la palabra rojo con el color rojo pintado, la misma insistencia en que escriba su nombre a toda costa, o que se ponga el pantalón, o lo que sea que quieras que el niño haga y el niño pese a tu insistencia no está pudiendo hacer, es momento de preguntarte: ¿para qué estoy haciendo esto? ¿Para quién lo estoy haciendo? Si podés por un segundo ponerte en el lugar de tu peque: si ella en este momento no está aprendiendo de esta manera, será que quizás yo pueda acompañarla a encontrar una manera diferente de hacerlo? ¿Una forma no solo más efectiva, sino también más gozosa para vos y para ella para que ella pueda activar su aprendizaje?
No existe nada que encienda el aprendizaje como lo enciende el juego. Es importantísimo darnos cuenta que tenemos que dejar de insistir con lo que no funciona y de sobresaturar la experiencia haciendo que colapse el campo lúdico. Muchas veces lo que el chico necesita es espacio. Tanto físico, como emocional y cognitivo. El espacio libre es el mejor «juguete» del mundo.
Para que el campo lúdico se despliegue se necesita de límites claros, coherentes y consistentes, aunque no rígidos. No por querer que se abra el campo lúdico vamos a permitir que el chico haga cualquier cosa y de cualquier manera. El pedido de límites constante también puede volverse un círculo de repetición que cierra el juego. Si el niño necesita permanentemente que se le pongan límites no está pudiendo dedicar ese tiempo a jugar, que es lo que más necesita para que se dé el aprendizaje.
Por esta razón, los límites deben ser precisos, claros y dados a tiempo. Los ofrecemos con compasión, con auténtica comprensión de lo que le está sucediendo al niño. Por ejemplo, entendiendo que está esforzándose para desarrollar la capacidad de sobreponerse a la frustración.
En este sentido, los objetos lúdicos también debería incluir juguetes que representen un desafío para el niño, que vayan una pizca más allá de lo que en el presente ellos son capaces de resolver por sí mismos. Quizás puede ser un tarro de plástico transparente con tapa a rosca. Cuando se la quiera sacar, tal vez no pueda porque no tiene suficiente fuerza, o porque no logra coordinar el movimiento, o por la razón que sea. En ese momento en el que aparece el límite natural de no poder hacer algo, no lo resuelvas por él pensando: “pobrecito, no puede”. No solo no es tan grave que se frustre, sino que es necesario. Es importante que pueda tener registro de lo que no le sale, de cómo se regula la frustración. Le podés decir:
—Te veo, estás tratando de sacarle la tapa del tarro y no te sale. Eso te molesta. ¿Qué vas a hacer ahora?
Y le devolvés el volante del juego a la intencionalidad lúdica del pequeño y limitas tu anhelo o deseo de estimularlo.
Los adultos también tenemos que ponernos límites. Los chicos no se merecen que los miremos con lástima, sino con los ojos de la confianza. Incluso si ellos no han logrado confiar aún en sus capacidades, vos podés ser esa primera experiencia de confianza en sí mismo para él. Sólo se necesita que le des el tiempo, la oportunidad. Y que estés ahí para entusiasmarte con ella, con él. El juego libre se encargará del resto.
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